Javier Negrín
Enero – Febrero 2004
De: Negrín, Javier. «Una Tribuna,» Gaceta de Cuba, Sección Artes Plásticas, Enero-Febrero, 2004. La Habana, Cuba.
Una Tribuna
por Javier Negrín
Una Tribuna
Eso: una plaza pública en miniatura donde hablar a las masas, un ágora de salón para plantear, con todo el tono épico que el caso requiere, posiciones de principio respecto a un estado de cosas, el espacio preciso para la palabra perfecta. Tal es, tra una primera Mirada, la obra que expuso Tania Bruguera en el Museo Nacional durante el mes de noviembre. En una de sus salas, transitorias improvisó una tribuna y, para precisar el contexto en que debía entenderse ésta, «llenó» el resto del espacio con el sonido de multitud de consignas surgidas durante los cuarenta y tantos años de Revolución. El título, Autobiografía, intentaba señalar cómo la vida toda de la artista, o mayor sería decir del individuo cubano, se ha amalgamado con un proceso politico del cual la tribuna es un buen símbolo, cómo loas aspectos privado y público de su existencia se traspapelan, urgidos por las necesidades del proyecto macro-social (necesidades oratorias, en este caso, de autos de fe política). Quizás por ese amalgamiento peculiar la artista, en su invitación al público para que interactúe con la pieza haciendo uso de un microfono instalado en la tribuna, acota que con su acción revivirá momentos de su pasado particular, como si las consignas fueran una especie de «Magdalena acústica» para activar la memoria afectiva. Al menos en el caso de la curadora funcionó, a juzgar por las palabras con que se acompañó la muestra.1
Desde esa perspectiva, la obra sería el recuento memorístico de un pasado que, por las peculiaridades del caso cubano en las últimas décadas, ha estructurado la vida del sujeto a partir del prisma poítico. Y para que el ejercicio mnemotécnico sea más efectivo, el catálogo, a modo de periódico, recopila en sus titulares las consignas que salen por las bocinas y así sirve de partitura previa para el receptor dispuesto a hacer uso del microfono. Pudiera, sin embargo, verse la pieza a la luz de obras anteriores de Tania y haciendo, precisamente, uso de la memoria, entenderse como parte de algunas obsesiones que han signado su poética.
Durante la década de los 90, Tania fue protagonista de una serie de acciones plásticas en las cuales el silencio aparecía de modo constante. «Lo que me corresponde», «El peso de la culpa» y «Cabeza abajo» podrían describirse como performances en los que el silencio metaforizaba una situación de represión del sujeto, comúnmente referida a la censura. La representación metafórica del modo en que se (auto)silencian las voces discordantes con un determinado cuerpo de ideas enarbolado por el poder, se enmarcaba en la gran temática de la artista: la capacidad del sujeto de resistir doblegándose. Y Tania en sus performances «doblaba la cerviz» de maneras muy peculiares: tragando los papeles que momentos antes había escrito con mano temblorosa o comiendo tierra, acción esta última utilizada por los indocubanos para escapar, por la vía extrema del suicidio, de la violencia de los conquistadores hispanos.
Si, a todas luces, en obras como éstas ella era la víctima, aspecto que se reforzaba porque aparecía siempre desnuda, el papel del poder-victimario tocaba ejercerlo al público, indiscreto voyeur que husmeaba en los traumas que Tania evocaba, desde la cómoda y falsa posición de quien resulta ajeno a ellos. Esta situación cambió en «La isla en peso», presentada en Casa de las Américas durante el mes de mayo del 2001. La obra, una suerte de environment sonoro, se podría describir en los términos que siguen. Los espectadores penetraban en la galería, completamente a oscuras, mientras escuchaban por todas partes balidos de corderos. Luego de avanzar a tientas por la sala, descubrían sobre sus cabezas varios monitores de televisión desde los cuales Tania los «miraba», alternando su rostro con fragmentos del poema de Virgilio Piñera que daba título a la obra. Aquí el binomio artista-receptor cambiaba sus roles: tocaba a la primera actuar como poder y al segundo hacer de sometido, confundirse entre los corderos vigilados.
Autobiografía, a juzgar por lo ya dicho, es otro environment sonoro. En un principio, parece que el espectador vuelve a asumir el rol del poder en la pieza. Al menos se le reserva un escenario para improvisar su faceta de aringatore, de conductor de rebaños humanos, unos decorados escuetos ante los cuales juega a ejercer el dominio desde la palabra, con la altura indispensable para la sensación óptima. Sin embarbo, dos cosas llaman la atención. La primera, que el micrófono está instalado de modo tal que el orador da la espalda a su público virtual y, por tanto, convierte su arenga en un diálogo estéril con la pared. La segunda, que la repetición obsesiva de la misma consigna por los altavoces, más que acentuar su contenido y potencial movilizador, los desvirtúa. La saturación convierte al lema patriótico en un puro sonido, percibible con la sensibilidad periférica del receptor. Esto último lo refuerza una ironía deslizada por Tania en su collage de consignas. Si escuchamos con atención, en el último plano sonoro se repite la frase «Libertad o muerte». Un vistazo a la primera página del catálogo nos da la explicación: «Libertad o muerte. Este grito será siempre el grito del pueblo cubano, proclamó Fidel. Hoy, n. 265, nov. 14, 1959, p. 1″. Mediante la asunción literal del texto, se ha convertido la voluntad de eternizar un clamor de guerra en un sonsonete monótono, una letanía que ha perdido todo el poder de convocatoria inherente a la frase en sus orígenes.
De esa manera, resulta que el eventual happening del receptor sobre la tribuna es falaz en más de un sentido: quien sube a la tarima no juega a ser el poder, sino a actuar en los espacios que el poder reserva para crear la ilusión de participación en la gestión de gobierno. De otro modo no se entienden esas palabras dirigidas a ninguna parte y vaciadas de vitalidad por su repetición. Palabras, en fin, consignas, reducidas a un estado tan precario que se equiparan con el silencio de los performances y los balidos de «La isla en peso».
La de arriba puede ser una manera perversa de entender la pieza, pero se justifica por la intención de integrarla a la obra previa de la artista. Y también, de paso, a una tradición ética dentro de la creación plástica cubana que ha pretendido convertir el arte en foro de debate político. Tradición que, ya sabemos, tiene su punto de eclosión en la tan mentada década de los 80, pero que se anunciaba desde mucho antes. Porque, no hay que olvidarlo, en ese mismo museo en que se exponía Autobiografía, descansaban, silenciosas pero no menos acusadoras, las otras tribunas, las de Antonia Eiriz, a las cuales, tan vez inconscientemente, la obra de Tania rendía tributo.
1 Véase Corina Matamoros «Las cabezas trocadas, Editorial» en Autobiografía. Una exposición de Tania Bruguera, Museo Nacional de Bellas Artes, La Habana, 31 de octubre del 2003, edición especial.