Entrevista con Roberta Tenconi

con Roberta Tenconi
Mayo de 2009

De: Tenconi, Roberta. «Entrevista», Ed. Jota Castro, Phobia Paper, Una publicación para The Fear Society, Pabellón de la Urgencia. Curado por Jota Castro, 53º. Bienal de Venecia, 2009. Murcia Cultural S.A., 2009, pp. IV-V.

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Entrevista con Tania Bruguera

con Roberta Tenconi

Una de tus obras más recientes es «Susurro de Tatlin # 6», un performance presentado en Cuba para la Bienal de La Habana (marzo de 2009): un podio con un micrófono abierto para que la gente dijese lo que quisiera. ¿Cuál es la relación en tu trabajo -si es que existe- entre las experiencias individuales y personales y el contexto más amplio de las situaciones sociales e históricas?

Tania Bruguera: Como dices: un podio, un micrófono abierto y el derecho a un minuto sin censura fueron los elementos más importantes en esta pieza. Pero la descripción completa incluye también otros elementos que funcionan en un nivel práctico-conceptual, como lo fue uno de los altavoces dirigido hacia fuera del edificio, y las 200 cámaras desechables con flash que donamos a la audiencia (creando así una potencial audiencia nueva e instantánea). Al igual que otros que funcionan en un nivel simbólico: dos personas en uniforme militar que acompañaban a los que tomaban el micrófono, les colocaban una paloma blanca en el hombro (una referencia al primer discurso de Fidel Castro después de su triunfo en 1959) y, finalmente, permanecían a ambos lados del podio mientras duraba el discurso de un minuto.

La dimensión de estos elementos se basa, al igual que en las otras piezas de esta serie «Susurro de Tatlin», en una memoria política colectiva compuesta y formada por la acumulación de imágenes proporcionadas por los medios de comunicación. Imágenes que, al mismo tiempo, son ajenas porque han acontecido en un momento y/o lugar diferente, y/o porque son imágenes insensibilizadas por su repetición, por el desgaste de su potencial significado. Las imágenes que no han sido previamente vinculadas con una experiencia personal son escenificadas para transferir lo que era únicamente un conocimiento político intelectual en una memoria personal.

En estas piezas existe una negociación entre lo teatral y lo espontáneo dentro de lo histórico (en su dimensión política). Lo teatral visto como lo que a priori es presumiblemente «eficaz», lo que se considera comprobado en su especificidad y habilidad para reaccionar, lo que se asume como parte de una sensibilidad genéricamente compartida, un llamado a la memoria; la espontaneidad vista como un espacio para renegociar un futuro que no aceptas como predeterminado. Lo que intento hacer es decidir qué espacios voy a predefinir y qué espacios voy a dejar a la construcción de la audiencia: traigo un escenario, abro una situación. Pero algo que es muy claro para mí y que quiero enfatizar, es que los elementos que elijo para mis obras no se basan en su valor simbólico, sino en su capacidad operativa práctica, en su función. La dimensión simbólica, si es arte político, debe venir más tarde, con las consecuencias de la pieza, con su capacidad operativa. Estas son consecuencias que implican el cumplimiento de un sistema ético y colocarse dentro de él.

Cuando empecé a estudiar arte en Cuba, vi muy claramente que seríamos los exponentes de una comunidad y que de nosotros se esperaba algo más que la sublimación individual, tal vez entrenar un súper ego colectivo, para darle un nombre. Lo que creo importante desde esta etapa de formación, tiene que ver con la relación creada entre lo individual y lo colectivo. Algo muy presente en mi trabajo es la ética vista dentro del reino emocional, como la ubicación del placer. Mi trabajo en muchos casos es la presentación de una negociación entre la ética y el deseo.

Vivir en un país donde de vez en cuando oyes un discurso que te informa que estás viviendo un momento histórico del que eres parte y en el que se espera que participes, te hace tener una relación bastante cotidiana con lo histórico. Una relación que es de dudas y confusión casi, o que te hace monumentalizar el más mínimo evento en una especie de concurso para tener (poseer) tu parte de responsabilidad histórica. La tensión principal quizás se encuentra en quién tiene el derecho a la utopía. En una revolución socialista triunfante se entiende que la utopía es una etapa necesaria del pensamiento, no la evidencia del fracaso. Por supuesto, una vez que la utopía se logra y se establece, llama a una nueva y es ahí donde mi trabajo intenta intervenir.

El año pasado, en la Tate Modern, los visitantes fueron detenidos por dos policías montados, que los controlaban con instrucciones y advertencias cuando entraban en el museo. Con esta acción, titulada Susurro # 5 de Tatlin (enero de 2008), te apropiaste de las estructuras de poder (gente en uniforme, la idea de controlar las multitudes, el miedo de los animales a los animales) y llevaste a la audiencia a una posición incómoda. ¿Puedes comentar sobre esta intersección crítica entre el arte y la vida cotidiana (ya que no estaba claro en lo absoluto que se trataba de una obra de arte)? ¿Cómo respondió la audiencia? Y también, ¿cuál fue tu reacción a su respuesta?

Una cosa importante en mi trabajo es demorar el momento de la conciencia de lo que se experimenta como arte. Es precisamente en el momento de la duda sobre si algo es artístico o no está ahí, donde creo que la experiencia es más fructífera. Esto no significa que no me interese una lectura de lo que estoy presentando desde el punto de vista de la historia del arte; por el contrario, muchas de mis piezas contienen comentarios sobre las obras de arte que me atraen, pero no me interesa que las evalúen sólo en ese sentido, ya que esto reduciría su intención y también porque creo sinceramente que no es su principal motivación, no es lo que lleva a ellas. Puedo decir, por ejemplo, que la pieza en la Tate también dialogó con la historia de la pintura ecuestre, pero esto es en realidad un efecto secundario, no la intención de la pieza. Se trata de un diálogo que se establece más adelante, con referencias y no con intenciones. No me interesa tener lo artístico que se ve en la vida cotidiana, sino tener una vida cotidiana con un sentido de la distancia crítica y la libertad reservada al arte.

El proceso que me interesa crear en mi trabajo es aquel en el que la «audiencia» se transforma en «ciudadano» y no al revés. Para lograrlo, para que el diálogo establecido sea sobre la ética y sobre el comportamiento, es necesario que las referencias vengan primero del mundo de sus experiencias sociales y cotidianas y no del mundo del arte. Lo que me interesa como arte es el proceso, pero no el proceso en el sentido de «mostrar» algo que está ocurriendo en el tiempo y en el espacio, sino el proceso de pensamiento activado en el espectador.

Dices que me apropio de las estructuras de poder. Sí, estoy muy interesada en eso, pero no como un ejercicio contemplativo o como una extensión de las posibilidades lingüísticas del arte. Aprovecho las estructuras y algunos mecanismos de la forma en que las funciones de poder crean situaciones políticas, las cuales deben ser negociadas en un ambiente de observación crítica.

En una entrevista en la Tate dijiste: «Cada pieza que he hecho hasta ahora, digamos que es la cita – la cita visual – de una imagen que he visto en la televisión, en las noticias de la televisión». ¿El usar ese mismo lenguaje es una manera de que el arte contribuya activamente a la sociedad?
No creo que usar el mismo lenguaje o los mismos recursos formales de algo que no es arte sea una manera en la que el arte (y no sólo hablo de artes visuales) contribuya activamente a la sociedad. Lo veo más bien como recurso mnemotécnico para entrar en una conversación donde el tema y/o las estrategias a usar son claras. Aunque admiro algunos trabajos realizados con esta tecnología, me interesa más la contribución del arte a la sociedad mediante la creación de un Arte Útil. Un arte que apunta a las aplicaciones prácticas del arte en la sociedad, una función para, y generada por el arte, no se limita a la visualización o señalización de un problema, sino a una propuesta para resolverlo. El arte podría contribuir activamente a la sociedad, no tanto como un laboratorio donde se puedan ver interacciones in vitro, sino como las «aplicaciones» potenciales de este conocimiento, como «trabajo de campo». No estoy hablando del arte como un reemplazo de las entidades sociales encargadas de implementar y observar el desarrollo a largo plazo de las estructuras sociales estructuralmente funcionales, sino como una forma de regular estas estructuras sugiriendo, en la práctica, otros lugares para sus potenciales utopías. Para ello, debemos apropiarnos no del lenguaje sino de la dinámica de/en las estructuras de poder abordadas. La idea no es hacer referencias, sino crearlas; para pasar de ser una propuesta a ser una realidad temporal que funciona.

En 2003 fundaste un proyecto de arte en La Habana, la Cátedra Arte de Conducta, el primer curso de performance artística en Cuba. Después de seis años la escuela cerró. ¿Por qué has decidido poner fin a esta experiencia de «revolución silenciosa»? ¿Tienes la sensación de que ha habido un cambio en la generación más joven de artistas cubanos y, más generalmente, en el sistema educativo local?
La Cátedra Arte de Conducta surgió bajo la idea de que fuese un espacio para estudiar el arte del performance y el time art, pero también podría decirse que ese fue el primer centro de estudio sobre el arte político que conozco. En la cátedra discutimos directamente la manera en que la ética, la ideología y la historia se entrelazan con la memoria, la sociología, la historia del arte. Es un espacio donde el comportamiento y el rumor eran vistos como dos recursos del arte social, pero sobre todo, donde se trataba de hacer algunas afirmaciones sobre ARTE UTIL.

Fue un proyecto bajo el paraguas del Instituto Superior de Arte de La Habana, sin el cual no pudo haber existido. Tuve la suerte de tener gran independencia para actuar. Aunque yo estaba interesada en que se conociera su existencia, no quería que tuviera una presencia demasiado bien definida. Quería que fuera más bien un espacio móvil donde se discutiría la relación entre arte y política, consciente de la tradición en la que el arte se definía en relación con su servicio a la Revolución, a la ideología y a «el pueblo». Era un espacio abierto para todos aquellos que querían venir, fueran quienes fueran y tuvieran la información que tuvieran. La única manera de ver el proyecto era participar en él. Quería que los que veían el proyecto se centraran en los trabajos realizados a raíz de las sesiones de debate y de los jóvenes artistas que participaron y no como un proyecto mío.

Creo en el arte como una forma de presentar momentos socialmente posibles, modelos para acceder a esos momentos. En este caso, el modelo simultáneamente incluía hacer algo que todo el mundo creía imposible y disolverlo en un momento dado. En este caso, no quería que mi uso de la estructura institucional se confundiera con la autoinstitucionalización del proyecto. Los artistas deben ser vehículos para que las cosas sucedan, pero no deben ser el propósito de las cosas. Los que trabajan en arte social deben disolverse con el fin del proyecto o con la transición de la autoría del proyecto.

Me tomó mucho tiempo pensar cómo terminar el proyecto, porque eso era un gesto tan importante como lo fue abrirlo y continuarlo. Me tomó dos años desde el momento en que pensé que tenía que dejar el proyecto hasta el momento en que finalmente terminó. Las sociedades socialistas tenían planes quinquenales para alcanzar sus objetivos económicos y sociales. Pensé que este sistema de tiempo podría ser interesante para el proyecto. No me detuve después de cinco años porque los participantes en el proyecto me pidieron que no lo hiciera y me vi en una situación ética creada por el hecho de que era un proyecto para ellos y por ellos.

Seguí pensando en varios modelos potenciales para la «disolución» del proyecto, porque vi el peligro de su continuación. Pensé en «entregar» el proyecto a otra persona (algo que consideré problemático ya que yo como primer autor sería una referencia inevitable como «el original»). Entonces pensé en un concurso para ver qué nuevos modelos podrían surgir de las personas interesadas en este proyecto, pero consideré injusto perpetuar un nombre, como si se tratara de una marca, como si se basara en una idea diferente.

Entonces, cuando la propia institución, la auténtica, me pidió que no cerrara el proyecto, y puesto que el proyecto era precisamente infiltrarse en la institución para interrogarla desde adentro, fue señal de que el momento de terminarlo había llegado y no se podía retrasar más. Elegí la exposición de la Bienal de La Habana para ello, porque podía dejar a los participantes en una posición privilegiada y, esperaba también dejarlos en un buen punto de entrada a su vida profesional. Creía que la nostalgia, que crear un espacio en el que se siente que algo falta, era tan importante ahora como lo era llenar ese espacio antes, cuando creé el proyecto. Es, para mí, la mejor manera de continuar el proyecto: liberando a sus participantes de su pasado.

Vives entre La Habana, Chicago, París y Venecia, siempre trabajando en proyectos muy diferentes. ¿Puedes decirme algo sobre el proyecto editorial Memoria de la Postguerra? ¿Sigues trabajando en proyectos editoriales similares?
Para mí la diferencia es: ¿por qué estoy en estos lugares? ¿Qué desafíos me traen? ¿Cómo me hacen crecer? A veces digo que La Habana es (y contiene) mi pasado, Chicago es mi trabajo y París es la oportunidad de construir mi utopía. Me gusta poder ir de un lugar a otro y ver cómo cambian los modelos de comportamiento político y social. Me gusta ver dónde y cómo se forman los espacios políticos. Estoy fascinada por tratar de ver un lugar a través de otro (o mientras estoy en otro).

En cuanto al proyecto editorial Memoria de la Postguerra, esto fue algo que funcionó en un momento dado y fue concebido como arte, aunque me gustaría tener un proyecto editorial algún día. Lo que todavía tengo de esa experiencia y a lo que he vuelto precisamente, es a la apropiación de las estructuras de poder que por primera vez intenté en ese trabajo.

Aunque los conceptos con los que lidias -como la libertad y la autodeterminación- toman una forma muy física en tu trabajo, muchas de tus obras también tienen un aspecto efímero, ya que son acciones vivas o usan un material mínimo. ¿Sientes que tu práctica está cerca de las experiencias de arte conceptual?

Crecí estudiando arte conceptual en el Instituto Superior de Arte de Cuba: «Una y Tres Sillas» de José Kosuth, los juegos de Magritte con imágenes escritas y visuales, y la inmensamente incomprensible seducción de Duchamp bajo el aura de un artículo de McEvilley. Años más tarde, un profesor que pensaba que necesitaba modelos femeninos me mostró a Barbara Kruger, Jenny Holzer y Cindy Sherman, pero en su lugar llegué a las ideas de territorio de Ana Mendieta y a las estrategias políticas de Hans Haacke. Lo que estaba sucediendo en el mundo del arte cubano en los años 80 fue más intenso, más interesante y más atractivo que cualquier trabajo que pudiera ver en una revista o una diapositiva. Era arte vivo, arte político en acción. Aunque uno quiere encontrar lugares comunes y pensar que hay una corriente principal que podemos compartir, mi corriente principal no fue la producción en Nueva York sino la discusión inmediata sobre los paradigmas para la producción de arte político que sucede en La Habana. Si creo que es conceptual, es en el sentido de que intento entrar en un sistema mientras lo cuestiono. Estoy interesada en los objetos como generadores de comportamientos, no como medios en sí mismos. Estoy interesada en su poder para provocar una reacción.

He estado investigando formas en las que el arte puede aplicarse a la vida política cotidiana. El concepto de lo efímero es aquel que se presenta a si mismo en la forma de lo político y su eficacia. Lo efímero es la condición transitoria de lo que es político.