New York Times
Sam Dolnick
19.05.2011
De: Dolnick, Sam. » An Artist’s Performance: A Year as Poor Immigrant» New York Times, vol. CLX, No. 55,410+, 19 de mayo, 2011 (versión digital publicada el 18 de mayo del 2011), New York, Estados Unidos, (ilust.) p. A20, A23.
Ella lo llama arte. Ellos lo llaman, bueno, vida
Su performance: un año con los inmigrantes pobres, apretujados (y perplejos)
Para algunos un trabajo raro
que rompe las reglas.
Para otros, sólo una maniobra.
Por Sam Dolnick
Tania Bruguera ha comido tierra, se ha colgado una oveja muerta del cuello y servido bandejas de cocaína al público de una galería, todo en nombre del arte. Ha exhibido su trabajo en la Bienal de Venecia, ha sido festejada en el Centro Pompidou de París y recibido una beca Guggenheim.
Pero ahora comparte un diminuto apartamento en Corona, Queens, con cinco inmigrantes ilegales y sus seis hijos, incluido un recién nacido, mientras se las arregla como puede con el salario mínimo y sin seguro de salud.
No es que le hayan llegado malos tiempos. Bruguera realiza una pieza de arte de un año de duración para mejorar la imagen de los inmigrantes y poner de relieve la difícil situación en que viven. Y lleva su provocación de elevados conceptos a una zona de bajo vataje donde abundan los puestos de tacos y los talleres de chapistería y donde los vecinos han respondido con grados variables de curiosidad, diversión y aturdimiento.
–¿Ella es artista? No lo sabía –dijo J. O. Jiménez, un vendedor de la Ferretería y Maderera Metropolitan en la Avenida Roosevelt, frente al lugar que Bruguera abrió el mes pasado–. No veo que nadie entre con pinturas.
Bruguera (pronunciado bru-gair-a) ha convertido el espacio, una antigua tienda de suministros de belleza, en la sede de su nuevo proyecto de apoyo activo y arte, el Movimiento Inmigrante Internacional, usando unos $85 000 de Creative Time, un grupo de arte no lucrativo, y del Museo de Arte de Queens. Pretende mezclar política y arte para promover a los inmigrantes mediante clases de inglés, asistencia jurídica y performances improvisados. Ha celebrado talleres para escribir consignas –como “Yo soy hoy lo que tus abuelos ayer fueron”– que planea imprimir en pegatinas para propaganda y pulóvers. Y piensa vivir con sus vecinos latinos de clase obrera; ha hecho la promesa de no tocar sus tarjetas de crédito, su cuenta bancaria personal ni asistentes en Italia y Cuba.
–No quiero oír las cosas en la oficina… quiero vivirlas –dijo Bruguera, de 43 años de edad, quien es de Cuba pero ha pasado en París los últimos años–. Quiero sentir la ansiedad.
Y añadió: –Son cosas que tengo que sentir en la piel.
Ya ha aprendido una o dos cosas. Después de encontrar apartamento y compañeros de cuarto en enero mediante un anuncio impreso en la calle, le sorprendió que el gimnasio del lugar no ofreciera yoga. El apartamento no tuvo calefacción durante el invierno y su salario mínimo, que incluyó en la descripción del proyecto, brinda poco escape.
–Hubo una semana en que ahorré 8 dólares –dijo de pie en su habitación espartana en que apenas cabe la cómoda que encontró en la calle.
Sus compañeros de casa, en especial un trabajador ecuatoriano desempleado, no saben qué pensar de ella.
–Ya les he explicado cuatro veces lo que estoy haciendo –dice–. No lo entienden. No les entusiasma demasiado.
Pero, poco a poco, la gente ha comenzado a llegar al lugar. Solicitan clases de inglés, empleos y ayuda jurídica… servicios que no guardan relación con su formación.
–No quieren arte en absoluto. Quieren cosas muy concretas y terrenales –dice–. Eso es lo que es su vida’
Pretende atender esas necesidades pero dándoles un giro distinto. Los artistas enseñarán inglés “más creativamente, de manera que la persona aprenda inglés pero también aprenda sobre sí misma,” dice Bruguera. Un abogado ofrecerá consejo informado por artistas que “son muy buenos buscando escapatorias y encontrando dónde hay una falla el sistema”.
Si todo parece un poco vago, así pretende Bruguera que sea.
Desea que los inmigrantes conformen su trabajo diciéndole qué desean alcanzar aquí.
–Se trabaja con la esperanza de la gente –dice–. Ese es el material de mi trabajo.
El proyecto tiene escépticos. Algunos la ven como una aventurera artística venida de afuera; antes de mudarse a Queens nunca había visitado el lugar salvo para sus propias presentaciones en el MoMA. Otros dicen que sus planes de cambio social parecen simplistas y que su desusado lugar de alojamiento puede descartarse como truco publicitario.
–Poder en cualquier momento apretar el botón para salir cambia de modo drástico la experiencia –dijo Andrew Friedman, director co-ejecutivo de Make the Road New York, un grupo de apoyo activo a los inmigrantes con sede Queens–. Tiendo a sentir un poco de alergia hacia el heroísmo de todo eso.
De todos modos, el grupo de Friedman ha enviado inmigrantes a los talleres de Bruguera y, al igual que algunos otros críticos, respeta su pasión. Bruguera sostiene que viajar todos los días desde Manhattan la hubiera hecho sentir artificial y que el apartamento de Corona le ha permitido experimentar la vida inmigrante de modo visceral.
Además, dice:
–¿Me importa lo que diga la gente? Nada de lo que he hecho ha sido popular en el momento. Después todos dicen que es fantástico.
Tiene financiamiento para un año pero espera extenderlo.’
Nato Thompson, curador jefe de Creative Time, la llamó“una artista extraña” a quien le encantaba que estuviera trabajando en Nueva York.
–Hay tantas partes de este proyecto que desafían las reglas típicas del arte que lo disfrutamos –dijo.
Bruguera, hija de un diplomático cubano y de una traductora de inglés, creció entre las promesas y problemas de la revolución. Comenzó a dividir su tiempo entre La Habana y Chicago en 1997 y enseñó arte en la Universidad de Chicago de 2003 a 2010.
Al conversar pasa del español al inglés y lanza los koans de una artista conceptual. Una frase favorita: “No me gusta el arte que señala una cosa. Me gusta el arte que es la cosa.”
Su obra hace mucho ha tenido inclinaciones políticas. En una pieza que presentó en Cuba hizo a los visitantes caminar sobre caña de azúcar podrida mientras había hombres desnudos de pie ante una pantalla de video en que aparecía Fidel Castro; en otra, un guardia de seguridad de una galería de Miami interrogaba a los visitantes sobre planes para asesinar al presidente Obama.
En Queens, algunos residentes han entendido. Aida Sehovie, una inmigrante bosnia que vive en Astoria, asistió a un taller reciente ansiosa por sumergirse en la jacuzzi de Bruguera. Sehovic, de 34 años, dijo:
–En esta ciudad los inmigrantes sólo se relacionan con el arte cuando son custodios de museos. Este proyecto le da un vuelco total a la situación, porque los inmigrantes se convierten en participantes activos.
Hace unos domingos, tres docenas de jóvenes de lugares como Jamaica, Rusia y México se reunieron en el local antes de tomar el metro para asistir a una concentración de derechos de los trabajadores en Manhattan. Pero lo que más entusiasmaba a Bruguera era el metro No. 7 que pretendía convertir en su teatro.
Para el performance, cada voluntario debía sentarse al lado de un extraño y contarle su experiencia como inmigrante.
Según el metro pasaba a toda velocidad sobre las calles de Queens comenzó el show. La señora Sehovic y un atildado armenio que se dirigía al Times Square compartieron historias de horrores en sus patrias, pero pasaron de repente a un debate sobre los inmigrantes ilegales.
–¡Si uno es ilegal no tiene derechos! –gritó el hombre. La señora Sehovic estaba a favor de la compasión, pero el hombre movía la cabeza–. Este es un país de leyes. ¡De no ser así sería la selva!
Bruguera observaba el intercambio. Dejó al hombre en su traje de tres piezas con una pegatina en la mano que decía “Todos somos inmigrantes en algún momento”.
Al salir del tren, sonrió y dijo: “Eso es exactamente lo que yo quería.”